El esposo contempla a su esposa y se extasía, y viceversa. Ambos se reencuentran de manera nueva en el otro, estableciéndose entre ellos una misteriosa reciprocidad y complementariedad. Suelen decirse “mi media naranja”. En el lenguaje amoroso se escucha: “me hiciste varón”, “me hiciste mujer”. Y es así no sólo por el acto sexual, sino porque el varón en nadie comprende mejor lo que él es que en su mujer, y viceversa.
El amor de Cristo supera infinitamente el amor esponsal. Los esposos encuentran en el otro lo amable, y lo abrazan confiadamente. Cristo, en cambio, encuentra en nosotros todo lo contrario, lo no amable, el pecado, que no causa atracción, sino repulsa. Pero aquí está lo maravilloso del amor de Cristo: él nos purifica de toda mancha y nos hace amables para que poder amarnos.
El apóstol San Pablo escribió: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella (cuando todavía era humanidad inmunda), para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,25-27). Cristo no encuentra su media naranja. Él crea a su Esposa, la Iglesia.
http://www.evangelizaciondosmil.com/content/view/167/66/
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